El regreso de los zares

Esta noche, los Reyes y el viceprimer ministro ruso Alexander Zhukov celebrarán en el Teatro Real de Madrid con el Bolshoi el fin del año dual Rusia-España. Poca atención prestarán allí a los resultados de las elecciones de ayer a la Duma. Es bien sabido que lo único importante en Rusia está ocurriendo -ocurrió ya- a espaldas del público, sin luz ni taquígrafos. Fue en la oscuridad de la estancia donde Vladimir Putin y Dimitriv Medvedev rubricaron el pacto de sangre que puede encumbrar al primero como Vladimir II hasta el año 2024.

El contenido fue desvelado el pasado septiembre, pero el fraternal acuerdo tuvo lugar mucho antes. La presidencia de Medvedev a partir de 2008 no ha sido más que una transitoria pirueta destinada a saltar con pértiga esa incómoda limitación que no permitía superar los dos mandatos presidenciales. No hay problema: el ingenioso Putin llevó a cabo una pertinente ingeniería constitucional que ha alargado los mandatos en seis años. Así, la operación de estos otros gemelos culminará a partir de marzo, tras las elecciones presidenciales. Hacia el mes de mayo, Putin será de nuevo el presidente y Medvedev el primer ministro.

Un español que observa la realidad rusa desde la barrera moscovita me apabulla con las cifras: el país, con 142 millones de personas, más grande en extensión del mundo; el rey de los recursos naturales (primer productor de petróleo, por no hablar del gas y de los minerales); el tercer poseedor de reservas en divisas tras Japón y China y el que crece a más del 4%. El de los oligarcas, en fin. El del consumo y la corrupción, el del flujo de dinero que ha convertido «a Madrid, comparado con Moscú, en una capital de provincias al estilo de Palencia».

Hay otros números, menos amables. El de los huérfanos, los alcohólicos, los suicidios y las mujeres solas. El de la tristeza que impregna a ese «feísmo soviético» que acompaña al visitante desde el aeropuerto de Moscú hasta la maravilla del Kremlin. El de los que apenas sobreviven gracias a la generosidad del Estado, que les da calefacción y agua caliente gratis.

Durante mucho tiempo se nos acusó a españoles del sur y a latinoamericanos por igual de estar necesitados de un caudillo para guiar nuestras vidas. Mi privilegiado observador tiende a pensar eso de los rusos: «En el fondo, y tras los experimentos revolucionarios, prefieren a los zares».

En 1917, tras el corte bolchevique, tuvieron a algunos como Joseph Stalin, cuya adorada hija Svetlana murió tan sola la semana pasada. Este fin de Simon Sebag-Montefiore, nos recordó en un magnífico artículo en el FT, cómo el amor paterno del dictador acabó aplastando emocionalmente a su adorado gorrión, su única hija. Después de la caída del imperio en 1991 y del colapso financiero de 1998, «prefieren la estabilidad y la seguridad económica a la democracia». Esperemos que Vladimir II no acabe asfixiando a los rusos con sus ínfulas nacionalistas como hizo Stalin con su amada hija.